jueves, 18 de mayo de 2017

La visión.

Había subido varios kilómetros por el camino de tierra que me llevó a la entrada del templo.
Las pequeñas banderas de colores colgaban de las cuerdas que iban de un pilar a otro formando la puerta principal.
Había un gran cilindro metálico que saltaba a la vista, medía aproximadamente tres metros de alto. Era una rueda de plegarias. En ella estaba escrito el mantra Om Mani padme hum, según se dice, esta frase contiene las energías vibratorias que llevan al hombre hacia la iluminación.
Yo empujé levemente y comenzó a girar. Sólo con verla uno podía liberarse de todos los males y al hacerla girar la energía de miles de mantras entraban en uno.
Seguí estrictamente lo indicado para realizar los rituales con acierto.
Después de un rato allí continúe hacia arriba. Ví varias estupas, una de ellas perteneciente al Lama Yeshe. Dentro de la construcción habían metido varios objetos los cuales le habían pertenecido.
Según los budistas, Osel Hita, con quién estaba compartiendo algo de tiempo cada día, era la primera reencarnación occidental de un Lama y en su anterior vida había sido Yeshe, el Lama al que hacía honor la estupa.
Osel me contó cuando toqué el "mala" que llevaba colgado al cuello que había sido de su vida pasada y que al tocarlo había quedado bendecido por Yeshe.
Continué hasta llegar a una estatua del tamaño de una persona. Hacía referente a la deidad budista de la medicina. Allí coloqué las piedras que más me gustaron de alrededor junto a muchas otra y algunas monedas que ya estaban y que habían posicionado en equilibrio unas encima de otras.
Cuando volví al sendero comencé a alejarme de todas aquellas construcciones budistas guiado por unas flechas colocadas en algunos tramos.
Seguí montaña arriba sin saber hacia donde me dirigía.
Todo el valle se presentaba a mis pies y a mi alrededor varias montañas aún se veían blancas por la nieve. Entre los picos de la sierra de enfrente se podía contemplar el mar. Sí uno se fijaba bien podía incluso  ver las líneas que formaba África, que parecía estar más cerca que nunca.
Siguiendo las flechas llegué hasta una explanada de gran tamaño en la que en el centro habían hecho un jardín con un pequeño lago redondo, en el centro de éste se alzaba una gran estatua de color verde. Recorrí un viejo empedrado y leí sobre el significado de la figura. Pertenecía a Tara, una deidad femenina que representaba el conocimiento y a la que al mirar hacía que pudieras desprenderte de los obstáculos de la vida.
Varios escritos a lo largo del templo decían que debíamos desprendernos de los deseos para alcanzar la felicidad. Allí lo volvían a repetir: A más deseos, más dolor.
Quedé un rato mirando a mi alrededor, la luz tenía la claridad de una tarde soleada, el tiempo era perfecto. A mil seiscientos metros de altura aquel paisaje se había vuelto más puro y salvaje.
Rodeé el pequeño lago de color verdoso y me volví a situar frente a la estatua. Me postré de rodillas en el filo y metí mis manos en el agua hasta que se cubrieron mis muñecas. Sentí el frío recorriendo mis brazos extendidos, pero permanecí inmóvil y sentado sobre mis tobillos.
Quedé mirando el interior y traté de calmar por unos segundos todo pensamiento. Por un momento conseguí dejar de pensar. Poco después comencé a tener una visión. Ante mí, alrededor de mis manos y a pocos centímetros de mis ojos cientos de minúsculos renacuajos se movían de un lado para otro cerca del borde, imaginé a las personas comportándose de la misma manera, rovoloteando de un lado para otro sin ningún sentido, todos iguales, creyendo que somos importantes o especiales a causa del ego que nos vuelve ciegos. Ví lo insignificantes que eran aquellos renacuajos que de alguna manera se habían convertido ahora en nosotros mismos. Aquella imagen se distorsionó con el brillo que provocaba el sol en ellos, envueltos en la oscuridad del agua. Pude ver entonces allí mismo el universo, las estrellas brillando en movimiento. Todo podía ser a la vez lo mismo. Los peces, los hombres o los astros, todo parecía comportarse de la misma manera. Pude ver entre tanto un renacuajo de mayor tamaño detrás de mis muñecas, que aún estaban sumergidas. Éste nadaba a contracorriente en la superficie tratando de avanzar sin conseguirlo. Siempre acabando en el mismo punto. También me hizo pensar, me recordó a mi mismo, tratando de encontrarle un sentido a la vida o buscando la verdad. Me recordó a cualquiera que se siente en el camino de la espiritualidad, tratando de avanzar sin moverse, volviendo a pasar una y otra vez por el mismo lugar, condenados a luchar por la mejora sin encontrar respuesta. Queriendo alcanzar lo que quizás sea inalcanzable.
Creyendo cambiar sin hacerlo

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